Dos ciudades me han hecho pasar los días domingo más alegres de mi vida. Alessandria en el Piemonte italiano y Salamanca, en España.
Dos ciudades me han hecho pasar los días domingo más alegres de mi vida. Alessandria en el Piemonte italiano y Salamanca, en España. A Alessandria fui atraído por el renombre y la admiración que sentía por el erudito italiano Umberto Eco. Creía que conociendo su ciudad natal podría descifrar algunas claves de su prolífica y brillante producción intelectual. Días atrás había descubierto, advertido por un bibliotecario, que Eco era un asiduo lector de la sección de libros raros de la biblioteca de Turín a la que yo concurría a revisar volúmenes que apenas alcanzaba a comprender.
Años después, de paso en España, me he animado a visitar Salamanca. “Es una ciudad que no puedes dejar de conocer”, me dijo un amigo al que considero inteligente y bienintencionado. Así que tan pronto se dio la ocasión abordé el tren y me vine a esta ciudad, sin presagiar que me encontraría con la urbe más hermosa del mundo.
Al llegar a su estación de trenes, después de un viaje de dos horas y media desde Madrid, no me imaginaba las sorpresas que iría descubriendo en un recorrido peatonal por sus barrios y recodos. Los edificios que la circundan parecen una réplica de los suburbios de Madrid. Pero conforme el viajero se acerca a la plaza mayor y a la denominada ciudad vieja va descubriendo la maravillosa fisonomía de esta urbe. El recio calor del verano hace necesaria una parada en el primer restaurante para calmar la sed y restablecer energías.
El centro de Salamanca se recorre peatonalmente. Por sus calles céntricas no circulan autos y un recoleto silencio impone una atmósfera de claustro académico. Cualquier turista desavisado se daría cuenta que a Salamanca la ha marcado decisivamente ser la cuna de una de las universidades más antiguas de Europa. Los diversos locales de la universidad de Salamanca, emplazados en diversos parajes del centro histórico, albergan museos que conservan el recuerdo de momentos estelares que aún refulgen como estrellas lejanas.
Uno camina electrizado de emoción porque se suele percibir la energía que irradian sus calles y edificios, sus lajas de piedra, sus basílicas de estilo gótico y románico, sus rincones acogedores como el que alberga el monumento a Fray Luis de León, sus parques y el convento de San Esteban. Durante los dos días que he pasado en esta mágica urbe he vivido con la sensación de caminar en las noches por la superficie de los cuadros de Giorgio de Chirico y de tramontar el tiempo hasta revivir épocas pasadas.
En la ciudad vieja de Salamanca, declarada patrimonio cultural de la humanidad, los habitantes conviven con ese legado histórico donde tradición y modernidad se conjugan armónicamente. Esta mágica sensación de vivir a caballo entre dos épocas hace que el turista viva una experiencia inédita.
Al finalizar el primer día una extraña sensación se apoderó de mí, me sentí agotado y feliz. Me alojé en el hotel Europa, a dos cuadras de la plaza mayor en una callecita rodeada de restaurantes y terrazas. Ningún ruido altera la tranquilidad. Esa noche tuve la tentación de salir de madrugada a recorrer las calles, confiado en que sería una experiencia sobrenatural. El sueño me venció y cuando me desperté ya había amanecido.
A unas cuadras del hotel está el local histórico de la Universidad de Salamanca construido en el siglo XIII. Antes que al claustro universitario, me dirijo a la Casa Museo de Unamuno en un edificio contiguo donde un guía reconstruye las vivencias del paradigmático rector de este centro de estudios superiores. Allí, durante los veinte años que ejerció el cargo de rector después de haber sido profesor de griego clásico, escribió buena parte de su obra. Cualquier salmantino medianamente informado recuerda que don Miguel de Unamuno, un mandarín de la cultura española, protagonizó un célebre episodio con el general Millán-Astray que simboliza la lucha encarnizada entre la inteligencia y el poder.
Con ocasión del Día de la Raza el ejército fascista de Francisco Franco organizó el 12 de octubre de 1936 una ceremonia en la que, ante tantas sandeces expuestas por los oradores invitados, Unamuno no pudo contenerse y tomó la palabra para refutar los contrasentidos ideológicos. En medio de su inesperada alocución pronunció la frase que ha alcanzado una dimensión histórica: “venceréis pero no convenceréis”. La esposa del Generalísimo, Carmen de Franco, le salvó la vida. Poco tiempo después lo destituyeron del cargo, dos meses antes de morir. El cineasta español Alejandro Amenábar recrea con verismo este episodio en Mientras dure la guerra, película filmada en locaciones reales de Salamanca.
En Salamanca Fray Luis de León desoyó la prohibición de la Santa Inquisición y tradujo el Cantar de los cantares a la lengua castellana. Entre sus muros Antonio de Nebrija redactó y publicó la primera gramática de la lengua española; entre sus laberínticas callecitas Francisco de Vitoria echó las bases del derecho de gentes y dio origen a la Escuela Salmantina; en los jardines de Calixto y Melibea Fernando de Rojas inventó La celestina y Colón encontró las circunstancias propicias para llevar a cabo el descubrimiento de América.
En la plaza mayor de esta ciudad se concentra la vida social. En ese “cuadrilátero irregular, pero asombrosamente armónico” -como la describió Miguel de Unamuno – de estilo barroco, con baldosas grises y lleno de tascas y restaurantes de solera histórica se congregan los habitantes y los turistas. Mientras bebía una cerveza, una imagen rondaba mi cabeza: una multitud de alumnos cargaba en hombros a un profesor que, por sus méritos académicos y su magnífico desempeño docente, había sido elegido miembro del claustro universitario. Los alumnos los elegían después de acribillarlos a preguntas y la ciudad se paralizaba, atenta a los resultados. La elección de catedráticos era, por entonces, un verdadero acontecimiento. No cabe duda -me dije a mí mismo-: Salamanca aún conserva su espíritu universitario.
Domingo Varas Loli / Periodista – Cooperando