Una visita a Alcalá de Henares. Como el Dublín de James Joyce, Alcalá de Henares vive a la sombra del inmenso legado de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), autor del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. En esta crónica se relata una breve visita a la tierra natal de este autor y las evocaciones que suscita su azarosa biografía, constatándose cómo la literatura trasciende el mundo de la ficción y se convierte en una realidad colectiva que perdura hasta nuestros días.
I
La realidad imita al arte, dijo alguna vez Oscar Wilde. Esta frase, que más bien parece un inofensivo juego de palabras, cobra vida cuando uno visita Alcalá de Henares, donde se siente que sus negocios, su universidad, sus familias giran en torno a la epónima figura de don Miguel de Cervantes, el autor de la obra cumbre de las letras españolas. Apenas uno llega a esta ciudad – aldea, llena de calles estrechas y aceras empedradas, con edificios que todavía conservan el aspecto del siglo XVI, siente como si allí el tiempo se hubiera detenido.
Hasta que he visitado Alcalá de Henares no había sentido que la literatura podía impregnar una ciudad convirtiendo la figura y obra de un escritor en el motivo central de la vida colectiva. Mientras recorría el anfiteatro de la Universidad de Alcalá de Henares – recinto en el que desde 1976 se realiza cada año la solemne ceremonia de entrega de los premios Cervantes – evocaba la evanescente silueta del escritor. Cuando la guía explicaba a los atentos turistas que egresar de este centro de estudios era en los siglos pasados una tarea casi imposible -los exámenes podían durar una jornada y al candidato a doctor lo sometían a un riguroso escrutinio sobre el saber terrenal y ultraterrenal – recordaba que cervantes fue un autodidacta. Un ingenio lego como le llamaban con un dejo de desprecio sus contemporáneos.
Solo recibió escasa educación formal con el prestigioso maestro López de Hoyos y se cree que tuvo por breve tiempo formación en un colegio de jesuitas. Pero su universidad fue la vida, esos libros que leyó a salto de mata, como una catarsis purificadora de esas aciagas tareas a las que se había entregado. Su cultura, pese a su sobresaltada y maltrecha existencia, fue vastísima. Alguien lo llamó el Bocaccio español porque conoció al pie de la letra de literatura española anterior y los cientos de libros de caballería a los que parodió magistralmente en El Quijote.
II
Caminando a la deriva por las calles de Alcalá, dejándome guiar por el azar, me encontré en la casa museo del manco de Lepanto. Allí me conmovió la reconstrucción del estudio de su padre, el cirujano don Rodrigo Cervantes, y las huellas sutiles de la austeridad y hasta la miseria que sufrió la familia Cervantes.
Al observar el ajetreo de los turistas que engullían deliciosos bocadillos, bebían abundante cerveza y vino y se apertrechaban de suvenires, no podía dejar de evocar las vicisitudes de la biografía de Cervantes, esas largas peripecias que terminaban dando al traste con los más caros sueños, viviendo las experiencias más ignominiosas y tratando de salvar la honra en medio de infames murmuraciones.
Se distinguió por su valor en la batalla de Lepanto, cuando los turcos se disputaban con España el predominio en el mediterráneo. Perdió, para suerte de la gloria literaria, la mano izquierda, aunque años atrás pudo haber perdido la mano derecha por haber gravemente en un duelo a Antonio de Segura. Por esto se vio forzado a huir de España y vivir en el exilio durante diez años.
Cautivo en Argel mostró una resolución suicida tratando de fugar hasta en cuatro oportunidades. Este episodio de su vida sería más tarde materias de Los tratos de Argel y canibalizado en la historia del cautivo en el Quijote. En medio de las mayores afrentas, sometido a tratos vejatorios, al borde de la tortura, mantuvo una dignidad casi imposible; la entereza con que su héroe de ficción está hecho de la cabeza a los pies no es, pues, una invención literaria, es la transposición poética de la actitud vital del escritor.
Rescatado por la orden de los frailes trinitarios, se dedica a buscarse la vida para pagar las deudas de rescate que había contraído su familia. El más infame de los oficios era el de recaudador de impuestos y de víveres para la fanfarronamente denominada Armada Invencible, la que después sería vergonzosamente derrotada por la armada inglesa. Ejerció ese aborrecible oficio con el mayor señorío posible en un prosaico terreno en el que era imposible transitar sin caer en trampas y embrollos; entregado a su labor con pasión abrasadora lograba sus cometidos no obstante las reticencias del pueblo, fatigó los polvorientos caminos de Sevilla para cumplir los cada vez más exigentes requerimientos de la corona. Se dice que realizando esta absorbente tarea, Cervantes conoció los recodos de la geografía española, los diversos caracteres de la gente, elementos indispensables para componer el universo del Quijote. Mas una experiencia sería crucial para dotarlo de la sabiduría serena, estoica y resignada: la cárcel que sufrió en Sevilla, involucrado en la quiebra de uno de los banqueros a quienes le entregó, con ingenuidad quijotesca, el monto de los impuestos que había recaudado. Es unánime la creencia de que en la cárcel de Sevilla concibió la idea del Quijote. La más noble de las novelas – según la opinión de lectores – nació en lóbregos ámbitos y su lenguaje fue enriquecido por el habla de los rufianes, prostitutas, chulos y toda la corte de gente de malvivir con quienes convivió durante los siete meses que allí vivió.
De poco le sirvió haber puesto en juego su propia vida y los mejores de sus años, la Corte y la burocracia insensible jamás valoraron sus abnegados servicios. A los cincuenta años, despertó de una larga pesadilla, acosado por deudas, por la deshonra, el desempleo y la humillante pobreza, jamás se dio por vencido. Siguió el camino inverso de su héroe de ficción que recobró la cordura, después de haber sufrido la locura imaginaria propiciada por los libros de caballería. Cervantes encontró refugio en el quehacer literario hasta entonces había sido una vocación secreta. Los últimos diecisiete años de su vida fueron los más prolíficos, entregado a polémicas literarias con Lope de Vega, vendiendo sus derechos de autor para sobrevivir, escribiendo la casi totalidad de sus obras.
III
Agotado tras una larga caminata por el camino Real, la calle Mayor, la Plaza Cervantes, me siento a comer en el mesón Las cuadras de Rocinante. A esta hora (cuatro de la tarde) ha amainado la marea de turistas y las calles lucen algo vacías. Miro la carta del restaurante y en ella encuentro manjares de inspiración literaria como el Capricho de Sancho, la Lanza de don Quijote, Rocinante y Rucio que los comensales degustan sin parar mientes en Cervantes. La mayoría de ellos han venido a divertirse. A mí, sin embargo, no ha dejado de acompañarme la benigna sombra del escritor. Como las escenas de una película imaginaba sus últimos años cuando recién pudo hacer vida literaria, reuniéndose en cenáculos y gozando de una restringida fama, la que sin embargo no logró salvarlo de la pobreza.
El escritor que escribió la obra que reivindica los fueros de la ficción, que inflige la mayor derrota al espíritu práctico y ramplón, no fue un escritor que vivió en olor de literatura; fue un autor atento al habla popular de las pobres gentes que pululaban por las cada vez más empobrecidas calles de las diversas ciudades españolas.
Domingo Varas Loli / Periodista – Cooperando