La pasión según Bach

Contaba el poeta Antonio Cisneros que recuperó su fe en la religión en Budapest cuando pasaba frente a una catedral. De súbito sintió el llamado de la divinidad.

A mí me ocurrió algo similar en Colonia (Alemania) cuando, tras salir de la estación de trenes, me tropecé de bruces con la catedral de esta ciudad. La imponente catedral gótica me impactó tan fuerte que no pude dejar de contemplar la majestuosa obra arquitectónica, sus torres que aspiraban a llegar al cielo. Sentí que Dios se comunicaba a través de esta maravillosa construcción. Al día siguiente me levanté temprano y asistí a la primera misa celebrada con cantatas y composiciones musicales de Bach. Cuando regresé al Perú volví con la manía de escuchar la música de este compositor, intérprete y músico cada vez que sentía desfallecer mis esperanzas en la trascendencia de la aventura del hombre sobre la tierra.


Tiempo después descubrí que la música de Bach había obrado el milagro de conmover hasta al más conspicuo ateo, aquel que decretó la muerte de Dios y escribió el “Anticristo”. Friedrich Nietzsche le comentó a un amigo que en una semana había oído tres veces la Pasión según San Mateo y en todas le había invadido la misma “sensación de admiración ilimitada”. “Aquel que ha olvidado el cristianismo, oye aquí resonar los verdaderos ecos del evangelio”, concluía su carta a Erwin Rhode del 30 de abril de 1870.


El creador de esta música que logra vencer las resistencias más férreas de un ateo convicto y confeso hasta hacerle experimentar el sentimiento oceánico de la divinidad tuvo una vida enigmática que no se ha logrado develar hasta ahora. Los biógrafos de Johann Sebastian Bach (Eisenach. 1685-Leipzig, 1750) no han podido atrapar la esencia de este personaje que vivió en medio de una serie de dilemas: músico profano o sacro, conservador o innovador, luterano ortodoxo o heterodoxo, Lejos de los estereotipos que suelen encasillar en una imagen convencional, Bach es la prueba viviente de que los seres humanos somos, en esencia, un montón de contradicciones.  


“Hijo de Dios”, “quinto evangelista”, entre otras denominaciones destacaban su faceta de compositor e intérprete de música sacra. En realidad solo una cuarta parte de su voluminosa producción musical es sacra y su vida exagerada contradice cualquier intento de santificarlo. En realidad, Bach tuvo una vida común y silvestre como lo atestiguan sus veinte vástagos y su placer por el vino y la cerveza. Mucha de sus más geniales composiciones no las creó arrebatado por la inspiración sino para cumplir con los encargos que acarreaban sus múltiples empleos.


Poco se sabe de su infancia, solo intuimos el cataclismo sentimental tras la muerte de su madre cuando tenía nueve años y la de su padre nueve meses después. Al desconsuelo emocional se añadió la miseria y el desamparo material. Su hermano mayor tuvo que acogerlo temporalmente hasta que cumplió los quince años. Un episodio revelador de la importancia de la música en la vida del mozalbete Johan Sebastian es que, de espíritu insumiso, no acató la orden de su hermano que le había vetado el acceso a un libro de partituras para teclado. Por las noches, tras forcejear la alacena y apropiarse de la manzana prohibida, copiaba su contenido a hurtadillas. Hasta que su hermano lo descubrió y confiscó el manuscrito.  

Hasta su aspecto físico se mantiene envuelto entre las sombras. Solo un retrato del pintor Haussmann en 1746, pintado apenas cuatro años de su muerte, ha sobrevivido y nos muestra el rostro mofletudo y la mirada inquisitiva de Johann Sebastian Bach (Eisenach, 1735-Leipzig, 1750).


Su segunda esposa, Anna Magdalena Bach, en un retrato verbal nos acerca más al enigma de este músico genial:
“Sería necio decir que era hermoso…la fuerza de su espíritu se expresaba en sus facciones. Verdaderamente notables eran su frente poderosa y sus ojos, con sus cejas extraordinarias siempre fruncidas, como si estuviera sumido en profunda meditación…tenía unos ojos muy grandes…su intensa mirada parecía dirigida hacia el interior, lo cual impresionaba mucho. Eran, si me puedo expresar así, unos ojos oyentes, que tenían a veces un resplandor místico…Nadie podía verle una vez sin volver a mirarle, pues sobre él flotaba algo extraordinario que se comunicaba inmediatamente a cualquiera que se le acercase, fuese quien fuese.”  


Bach fue un predestinado, descendía de una vasta familia que desde hacía por lo menos cuatro generaciones se dedicaban a la música. Hasta el hecho de haber nacido en Turingia influyó en su vocación, pues allí había nacido y muerto Lutero, quien concebía a la música como un don de Dios, una actividad tan importante como la teología y un “número sonoro”.


Pero más allá de cualquier explicación providencialista, el genio de Bach es noventa y nueve por ciento producto de la transpiración y solo uno por ciento de inspiración. Bach aprendió a tocar el violín y el órgano escuchando a su padre y a su hermano mayor. Pero se contentó con aprender a interpretar con raro virtuosismo sino  que se dedicó a conocer la anatomía, el mecanismo de funcionamiento, las entrañas del instrumento, por lo que llegó a convertirse en uno de los más conspicuos especialistas en la reparación y afinamiento de órganos.


 Cuando tuvo dieciocho años obtuvo su primer empleo de organista en la nueva iglesia de Arnstadt y peregrinó a partir de entonces por la región de Turingia prestando servicios como director de coros, organista, intérprete y director musical. Tenía un carácter apacible que se volvía arisco cuando se contrariaba sus proyectos creativos como el de componer música eclesiástica de calidad, lo que fue la causa de entredichos y conflictos con sectores ultraconservadores del luteranismo. Por ello, en busca del empleo ideal, tuvo que hacer una larga y sinuosa gira desde Arnstadt, Mhulhausen, Weimar, Kothen hasta llegar a Leipzig, donde vivió el último cuarto siglo de su vida.
En Arnstadt fue acusado de “introducir variaciones chocantes y notas extrañas en los himnos, para confusión de los feligreses”. Al darse cuenta de los estrechos horizontes para llevar a cabo sus proyectos musicales, Bach aceptó una oferta de trabajo en la Blasiuskirche de Muhlhausen. Allí también pronto se tropezó con la pertinaz oposición a sus intentos de mejorar la calidad de la música sacra. El pietismo ultramontano desaprobaba  el uso eclesiástico de cualquier música más elaborada que los himnos o motetes sencillos y la influencia de la música francesa e italiana.

  Una nueva fuga geográfica a Weimar le permitió dar un verdadero salto dialéctico en el desarrollo de su estilo musical que va desde la exuberancia juvenil y un hálito casi romántico de sus primeras cantatas hasta el control, la técnica y el sentido de la proporción de sus obras maestras. Fue en Leipzig donde desarrolló todas sus potencialidades expresivas y logró la maestría y la trascendencia de su obra.    

Su obra maestra, La tentación según San Mateo, estrenada en la Semana Santa de 1729 en Leipzig y reestrenada tres veces durante la vida de Bach, fue objeto de encarnizadas críticas por su forma operística y su complejidad técnica y estructural. Hasta su estreno no estuvo a la altura de su creador, quien en un memorando se quejó de que solo 17 de los 52 cantores del coro estaban aptos para la interpretación de su pasión oratórica cuya duración de dos horas y media ya constituía un formidable desafío. Durante casi un siglo cayó en el olvido hasta que en 1829 Félix Mendelsohn la interpretó en la Berliner Singakademie. Esto marcó un hito a partir del cual se redescubrió a Bach hasta que se convirtió en uno de los motivos del orgullo nacional alemán y en el prototipo del ubermensch (superhombre).

En una centuria su suerte dio un vuelco de ciento ochenta grados y, después de haber vencido resistencias e incomprensiones (en una misiva a George Erdmann se quejaba de “vivir soportando disgustos, envidias y persecuciones constantes”, concitó la atención general y los elogios sin límites.  
Para Max Reger la música de Bach es el principio y fin de toda música, Richard Wagner lamentó la vida errante y el olvido secular de Bach, Beethoven lo denomina Padre de la Armonía, Goethe fue el más contundente cuando sostuvo que cuando escuchaba a Bach sentía  como si “la armonía eterna hablase consigo misma.”

Domingo Varas Loli / Periodista – Cooperando

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